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La complicada herencia de la revolución sexual (Ética Sexual Contemporánea, Agustín Malón)

8 agosto, 2017 a las 12:20/ por

En Ética Sexual Contemporánea, Agustín Malón analiza los dos sistemas morales entre los que nos movemos, el permisivo y el conservador. Esa aparente simplicidad, dos sistemas diferentes, en realidad es mucho más complicado, con zonas donde se solapan, con argumentos que se toman prestados del sistema «opuesto»… Toda esa complejidad la repasa Malón, porque «se trata de luchar contra los simplificadores y hacerles la vida imposible. Simplificadores de un extremo o del otro.».

Copipego parte del texto, eliminando algunos párrafos que apuntan en otras direcciones, que complican centrarse en el punto central o sobre el que me interesa llamar la atención: El conflicto entre los dos sistemas morales, que conviven simultáneamente, teniendo que movernos en los dos a la vez.

«El problema actual, que él veía a finales del pasado siglo XX y que yo creo vigente, es que la crisis de la permisividad de los sesenta habría traído un nuevo y peculiar puritanismo de origen estadounidense, sugiriendo que nos encontramos ante el “vigoroso retorno del interdicto en una sociedad que atropelladamente creía haberlo descartado” (Guillebaud, 1998, p. 32). Pero éste no ha sustituido al anterior, sino que ambos conviven en conflictiva y esquizofrénica relación. La renuncia a establecer límites llevó a las sociedades occidentales a quedar atrapadas en su incoherencia. Pero es difícil, dice el autor, acostumbrarse de nuevo a la prohibición, a la ley, a los límites cuando éstos han sido directamente destruidos: “Ahí estaría la verdadera explicación de las erráticas crispaciones de opinión, de los desvaríos, de las demandas sociales abusivamente represivas. Sin hablar de la turbación o de la ‘mala conciencia’ retrospectiva. No estamos en paz con nuestros placeres. O con nuestros deseos” (Guillebaud, 1998, p. 33).

 

https://www.flickr.com/photos/tuba/74314847/

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En el panorama actual, la permisividad de la sexualidad benevolente, natural y libertaria convive con el horror del erotismo violento, abusivo, criminal. Eros, decía el sexólogo alemán Volkmar Sigusch , ha cedido su protagonismo a Anteros, dios del amor no correspondido. El deseo como fuerza de amor convive en nuestro imaginario, en nuestros relatos, noticias, estudios científicos, políticas penales, etc., con el deseo como fuente de destrucción. “Animada principalmente por el feminismo político, la última disociación a mencionar incluye la separación durante los años ochenta de la vieja esfera de la libido respecto de la antigua esfera del destrudo en la cultura occidental. En el desarrollo de este proceso, la cara agresiva y cercenante de la sexualidad fue tan profundamente escindida de su lado tierno y unificador que la primera oscureció completamente a la segunda.

(…) Ese es el punto medio en el que cree Guillebaud que debemos encontrar la salida. Ni el arcaísmo ni la nostalgia. Como comentaba Pascal Bruckner, “Si existe un desafío europeo, por oposición a los Estados Unidos, éste consiste en conciliar la modernidad con la fidelidad más flexible a las tradiciones. No todo es opresivo en la costumbre, no todo es liberador en la innovación” (Bruckner, 1996, p. 184). Es, continua Guillebaud, la búsqueda de una nueva idea de progreso tomándose la idea de moralidad al pie de la letra. Se trata de luchar contra los simplificadores y hacerles la vida imposible. Simplificadores de un extremo o del otro. Esto nos obliga a releer todo y en especial la revolución sexual y su fundamentación en la idea de la tabula rasa y en la pretensión de hacer un hombre nuevo que fuera un hombre de placer, liberado de toda norma y prejuicio, volcado en el disfrute infinito del goce. Estamos ante el fracaso de otra utopía, pero si otras utopías políticas tuvieron su reflexión detallada y sus mea culpa, no ha sido así con la revolución sexual ante la que mantenemos un silencio sospechoso y obstinado. Es una pregunta, concluye, todavía pendiente de ser seriamente planteada. (…) Nuestro propio malestar y desorientación, nuestra incapacidad para gestionar los puntos medios, para buscar los acuerdos pacíficos, dificultades que según Guillebaud se derivan en buena medida de la pasada revolución permisiva, nos han hecho más vulnerables a los ímpetus moralizadores que vienen del nuevo puritanismo, como si fueran resultado de la nostalgia de un equilibrio perdido.

 

https://www.flickr.com/photos/brizzlebornandbred/5131876382/

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“En efecto, flota en el ambiente (en Norteamérica y en Europa) una insidiosa tentación moralizadora, fundada en la nostalgia de un equilibrio perdido. Es decir en una ilusión. Por haber sido evacuado atropelladamente, el interdicto regresa bajo forma de conminación disciplinaria —cuando no por medio de los integrismos y las sectas— con el aspecto de un temible catarismo, portador de no se sabe qué patología de la ‘pureza’. Estas reacciones manifiestan debilidad: después de tres decenios de permisividad estrepitosa, nuestra modernidad está desarmada ente la amplitud del gran reflujo moralizador. Reflujo que la tienta y la espanta a la vez, como si una ruptura ontológica, consumada en la fuente, nos dejara desprovistos ante las revanchas del moralismo, no de la moral. Creíamos ser la vanguardia de la humanidad conquistadora del placer y nos reencontramos perdidos en campo raso, sin víveres ni viático” (Guillebaud, 1998, pp. 35-36). Da la impresión, según se desprende de estas palabras, de que parece necesario volver a reconocer el valor de cierta duplicidad y pudor perdido en la cultura de la transparencia y la revelación absoluta. Sería según algunos la única manera de salvaguardarnos de la inevitable inestabilidad, zozobra y conflicto que supone nuestra condición erótica. Incluso se sugiere recuperar la virtud del silencio, de la trasgresión consentida en “prudentes penumbras”. Una cierta y comedida ambigüedad moral que el puritanismo no tolera; ni tampoco lo haría la permisividad, siendo esta, según algunos, otra forma de puritanismo.

Así, como ya expliqué en un trabajo previo, Helmut Schelsky veía, en sus observaciones sobre la moral sexual en Kinsey, una suerte de puritanismo a la inversa que, pretendiendo sacar a la luz todos los detalles sexuales para liberarlos, acabó por convertirlos en objeto de preocupación social como nunca antes había sucedido. La minuciosidad descriptiva de Kinsey le habría llevado, señala Schelsky, a profundizar como nadie en los detalles más ínfimos del comportamiento sexual. Así, las más esporádicas e intrascendentes desviaciones fueron sacadas a la luz y presentadas como muestra de la ignorancia social y prueba de cargo contra la hipocresía en materia de sexualidad. Estas conductas, como las relaciones homosexuales puntuales o la infidelidad, ya no pudieron seguir siendo adiáforas morales, esto es, conductas indiferentes a lo moral que permanecen por debajo del nivel de normatividad siendo innecesaria su reglamentación. Al ponerlas en la conciencia pública, dice Schelsky, se las transformó por el contrario en algo que debía ser explícitamente regulado.»

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