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«Mamá ¿me quieres igual, aunque sea un niño?»

18 marzo, 2024 a las 8:10/ por

HOMBRES

Desde hace miles de años, tenemos un problema. Y perdón por el mansplaining: el mundo se diseñó a la medida de hombres blancos heterosexuales cisgénero. Afortunadamente, en los últimos siglos ha habido varias revoluciones para intentar igualar los derechos de todo el mundo. Con revoluciones me refiero a movimientos colectivos, más allá de los antecedentes históricos que tuvieron todas ellas: la revolución del feminismo desde la declaración de derechos de la mujer en 1791, la revolución de los llamados derechos civiles (en realidad, los derechos para cualquier persona que no sea «blanca») y la revolución de quienes no son heterosexuales ni cisexuales, que aunque comenzó en 1897, estalló en 1969 en Stonewall.

Eso nos ha llevado a darnos cuenta, no hace tanto, que las relaciones heterosexuales necesitaban necesitan muchos cambios. No fue hasta 2005 que en nuestro país también se dio ese derecho a las relaciones entre dos hombres o dos mujeres.

Se había adelantado mucho en la Segunda República. Pero todo eso fue revertido, anulado y olvidado con la dictadura. Primero, en 1963, hizo falta evitar la posibilidad de que fuera legal matar a la propia esposa (después de muchas manifestaciones feministas). Luego equiparar los derechos de ambos cónyuges, que en nuestro país no sucedió hasta las leyes de 1975 y 1981. La ley integral contra la violencia de género no aparece hasta 2004.

El derecho al divorcio de mutuo acuerdo (sin tener que acusar a tu cónyuge de nada) no aparece hasta 2005, después de los efectos de la ley de 1981 como expone la misma ley: «Sirvan sólo a modo de ejemplo los casos de procesos de separación o de divorcio que, antes que resolver la situación de crisis matrimonial, han terminado agravándola o en los que su duración ha llegado a ser superior a la de la propia convivencia conyugal.»


ADOLESCENTES

Podía parecer que las cosas estaban un poco mejor en 2005, después de estos cambios. Pero cuánto más vamos ampliando la perspectiva, más problemas nos vamos encontrando donde no los esperábamos, como los comportamientos de maltrato en la adolescencia.

Y eso parece que nos lleva a hacer el viaje al revés: primero ocuparnos de los hombres más mayores, de otra generación, que pensábamos que tendrían una mentalidad heredada de la dictadura… Después resultó que eran hombres adultos y criados en la democracia los que demostraron que el maltrato era posible también en el siglo XXI. Y una vez que ampliamos la perspectiva para incluir los hombres más jóvenes, encontramos las mismas conductas en adolescentes: Uno de cada cuatro jóvenes entre 15 y 29 años cree que la violencia de género no existe, creen que es un invento ideológico. Del mismo modo que en nuestro siglo se considera posible argumentar que la Tierra es plana, también es posible negar evidencias de este tipo, como si fuera una cuestión de opinión (y no un hecho) que la Tierra no es plana y que existe la violencia de género.


SOLUCIONES

¿Qué soluciones se han ido proponiendo para abordar este problema en jóvenes de 15 años? La educación sexual y afectiva. Como apareció la pubertad (como si no tuviéramos identidad, vivencias, etc antes de esa edad) y empiezan a aparecer los miedos familiares con el cambio de cuerpo, las menstruaciones, embarazos, enfermedades e infecciones, aparece la urgencia de dar educación sexual. Y como se cree que «sexual» se refiere a genitales, orgasmos y similares, (spoiler: no es así, esa visión es una herencia del siglo XIX), se cree que a eso se le debe sumar una educación afectiva, como si fueran cosas diferentes, como si no tuviesen la misma base.

Esa solución que problematiza más de lo que resuelve ¿por qué? Vamos allá:

Cómo cuento en ese artículo, ese enfoque se basa en una falsa dicotomía: «una cosa es el sexo y otra el afecto». Esa frase se repite una y otra vez como si tuviera sentido decir que el sexo es un comportamiento irracional que no se ve mediado por nuestros deseos y valores, mientras que las relaciones «afectivas» siempre son buenas. Pecado y virtud. Carne y espíritu. Cuerpo y alma. Como si las relaciones sexuales se tuvieran con unas personas y las relaciones afectivas con otras. Toda una serie de sensaciones, emociones, deseos y sentimientos que siempre van entrelazados.

(Por supuesto que es posible tener un encuentro por pura diversión, sin ninguna intención de vincularnos con otra persona. Pero eso no significa que al quitarnos la ropa, también nos quitamos los valores, lo emocional, la inmensa cantidad de vivencias que van asociadas a un encuentro para que sea satisfactorio para quiénes participan en él).

Ese enfoque afectivo-sexual se basa en una piedra angular que muy poca gente se ha atrevido a cuestionar: la visión de la sexualidad humana como algo irracional, tal como se conceptualizó desde el siglo XIX y especialmente desde Freud. Por supuesto que hay una parte irracional en nuestra sexualidad, como en todos los comportamientos humanos. Pero eso no significa que los libros de cocina, tratando algo tan irracional como lo que nos gusta y lo que no, necesite un apartado final dedicado al consentimiento en la cocina…

Frente a eso está una educación integral desde primaria, en la que se aprenda a querer y cuidar a otras personas desde la Otredad, desde el reconocimiento de que esa otra persona siente como yo, le duelen las mismas cosas. La conexión profundamente humana con alguien como yo. Y que, cuando no existe atracción, comprendamos perfectamente que todas las personas somos diferentes, que no hay grupos «más diferentes» que otros. Y, a veces, la educación comete el error de convertir en Otredad, en ajeno, en exótico, en una excepción a quienes no tienen la misma identidad, orientación, deseos o prácticas… construyendo una «normalidad» de la que no se habla como si esa «normalidad» fuese algo natural, animal, algo irracional, algo que no necesita pensarse, algo a lo que no afectan los valores.

Un cuestionamiento y rearticulación de todos los conceptos de la sexualidad humana que solo se ha hecho, como le es propio, desde la sexología (PDF)


INFANCIA

Pero la cuestión es que los hombres de hoy fueron adolescentes antes. El problema no empezó en la adolescencia, sino antes. Es ahí, en la primera infancia donde se empieza a complicar la masculinidad, tal como lo explica la especialista en violencia de género, apego y trauma Olga Barroso en su último libro, El amor no maltrata.

«Para explicar el desarrollo de la estructura emocional de un agresor no solo es importante el aprendizaje social, proceso por el cual aprendemos observando cómo se comportan otras personas, que autores tan relevantes como Skinner, Rotter y, sobre todo, Bandura describieron, sino también los hallazgos de la teoría del apego de Bowlby, Ainsworth, Main. Estos demostraron cómo aprendemos a tratarnos a nosotros mismos y a los demás en función de cómo hemos sido tratados por nuestras figuras de cuidado y protección. Los chicos de la investigación que reconocían agredir a sus parejas y que mostraban estar de acuedo con la dureza emocional no solo eran adolescentes que habían visto a su padre comportarse de este modo, sino que habían sido tratados así. Eran niños a los que les habían dicho «No tienes que llorar, como hago yo» y a los que, si se les veía hacerlo, se les retiraba el cariño. Niños a los que se les decía que sólo eran válidos si no expresaban emociones. En definitiva, niños a quienes se les privó de las experiencias necesarias para desarrollar las capacidades afectivas, mientras sí se les daba la estimulación necesaria para desarrollar las capacidades cognitivas. Para que el cerebro desarrolle las capacidades afectivas es necesario permitir a los niños que expresen sus emociones y necesidades y también cubrir sus demandas afectivas y emocionales. Es decir, si el niño tiene miedo, hacerlo sentir protegido con nuestra presencia y seguridad; si se siente nervioso, calmarle; si se siente triste, acompañarlo, darle efecto y animarlo; si se enfada, validar su emoción y ayudarlo a gestionarla sin violencia. Este trato permitirá que los niños desarrollen capacidades afectivas. Esta es la infraestructura neuronal con la que se pueden identificar las emociones propias y las de los demás, calmarse por uno mismo cuando se está nervioso o enfadado en lugar de dañar a los demás para sentir alivio, manejar la inseguridad y, la joya de la corona del comportamiento humano, mostrar empatía. Sin las capacidades afectivas desarrolladas, no se tiene la competencia para amar en una relación afectiva. Sin ella, cuando un chico se enamora, su estructura emocional solo puede control, dominio o posesión. Posteriormente, sobre esta estructura emocional desarrolladas de un modo anómalo, por haber recibido un trato emocional inadecuado, la cultura instala las ideas machistas que legitiman que eso lo que debe hacer un hombre en una relación de pareja.

Los chicos tratados con dureza emocional, que posteriormente asimilarán mucho mejor las ideas machistas porque son coherentes con lo que han vivido, y que con alta probabilidad, maltratarán perpetuando así el maltrato a las mujeres, podrían parar esta rueda de violencia ¿Cómo? Si llegamos a tiempo a atender a esos niños que fueron. Facilitando a esos niños una experiencia emocional de buen trato alternativa a la que tuvieron en su familia, que permita reparar el daño emocional. Por este motivo es tan necesario facilitar a los niños y niñas programas de inteligencia emocional en contextos educativos formales o informales, apoyo terapéutico o vínculos con figuras emocionalmente sanas pertenecientes a la familia extensa o a grupos de apoyo comunitario.

Si los chicos que agreden son los que creen, sin dudar, en las ideas machistas y los que han recibido una crianza que les impidió desarrollar las capacidades necesarias para amar, eliminemos las ideas machistas y trabajemos para que desarrollen sus capacidades afectivas. Pero cuidado con esto: no quiere decir que los agresores sean personas que sufren un trastorno mental; no es así, como también se ha puesto de relieve en la investigación. Los agresores saben bien lo que hacen y saben que golpear e insultar está mal, que hace daño; otra cosa es que lo justifiquen empleando el machismo. Ahora bien, los agresores tienen una estructura emocional anómala que lleva a que, en una relación afectiva, sean incapaces de generar amor y poseen las creencias culturales asimiladas que defienden lo que hacen. Por tanto, si queremos prevenir el maltrato, tendremos que dejar, como sociedad, de transformar a niños sanos en hombres que se relacionan en la pareja con violencia. Para esto son necesarios estos dos requisitos: el primero, conseguir que no haya personas que crean que son ciertas las ideas machistas; y el segundo, más importante todavía, lograr extender los buenos tratos a niños y niñas».

(© Olga Barroso Braojos, 2024. Extracto del libro «El amor no maltrata», de Olga Barroso Braojos (2024), pags, 134-137, reproducido con autorización de la autora. Los fragmentos en negrita no están destacados en el libro).


GENERAR AMOR

Por lo tanto, la clave está en esa estructura emocional que permite generar amor ¿Y cómo se genera? Mostrándo la propia vulnerabilidad. Y eso se hace de muchas maneras: miradas, gestos, frases… No es mostrarnos como víctimas esperando el rescate, sino mostrar nuestra humanidad, nuestras limitaciones, errores, debilidades, lo necesaria que nos es la otra persona, las dinámicas desagradables que creamos por nuestra propia biografía y aprendizajes pendientes…

En un proceso de retroalimentación positiva, en un proceso de una auténtica vulnerabilidad mutua, es donde se ve al Otro, a la Otredad, a la diferencia. Una diferencia que sentimos que nos puede hacer bien. Que nos podemos hacer bien mutuamente. Vemos a la otra persona tal cual es y reconocemos nuestras necesidades también en ella. (Para quién quiera profundizar, la clave es Levinas y la alteridad, como contamos en este curso, que se repetirá este año). Desde ahí se explica la generación del amor en el paradigma del sujeto sexuado. (Para profundizar en el sujeto sexuado, está todo explicado, muy muy concentrado, en Sexo: Historia de una idea, enlace al PDF, Amezua, 2003).

Esa vinculación desde la vulnerabilidad se complica si, en la base de todo el problema del machismo, tenemos niños a los que se les enseña la masculinidad de una forma casi imperceptible: No solo de las formas más obvias como criticar, ridiculizar o quitando importancia a las emociones que se consideran «inadecuadas», sino ignorando a ese niño cuando viene con una «emoción pequeñita«:
Niño «En el colegio me llaman tonto» Padres/madres: «¡Pero qué dices!¡Si eres muy listo!» (es decir: no solo te llaman tonto en el colegio, sino que también te llamamos tonto en casa por creértelo). Es lo que Gottman diferencia entre conectar o querer dirigir/eliminar/desechar las ideas negativas del niño (hay muchísima más literatura en inglés sobre esto).

Ignorar esas emociones «pequeñitas» le enseña a ese niño que es peligroso expresar esas pequeñas emociones porque, cada vez que lo hace, no recibe el cuidado y atención de las personas de las que depende su vida (como menor que es). Así que va dejando de darle valor a esas pequeñas emociones y sólo comunica las emociones que sí le permiten conectar con quienes lo crian: Los grandes logros o las grandes tragedias. Haciendo una metáfora con una escala de uno a diez, sólo se presta atención cuando las emociones son +10 o -10, pero se ignoran los nueves, ochos, sietes y demás números, sean positivos o negativos. Y con eso se aprende que esas pequeñas emociones son irrelevantes, que no aseguran la supervivencia y que, incluso, son peligrosas para sobrevivir. Eso lleva, con el tiempo, a perder la costumbre de identificar esas pequeñas emociones. Algo que refuerza el entorno y la sociedad construida a la medida de esa masculinidad. Eso les lleva a no saber ni qué sienten, ni cómo manejarlo, expresarlo o compartirlo, sino de maneras indirectas (positivamente con la conexión como parte de un grupo, o negativamente, con el miedo o dependencia con su madre pero sin saber identificarlo, o desconectando cada vez que su pareja le comenta algo que entiende como una protesta o demanda…)

Eso lleva a vivir con una masculinidad desértica: emocionalmente no hay más que mucha arena y no se ve nada en el horizonte. Sólo a veces aparecen grandes tesoros o grandes peligros. Pero la mayoría del tiempo no hay nada. Por eso no se comparte nada en pareja. Porque ese aprendizaje emocional es perfecto para el trabajo (así no sabes si tienes ganas de matar a tu jefe o no), pero pésimo para las relaciones de pareja (no sabiendo cómo vulnerabilizarte y por tanto no siendo capaz de ver una igual delante de ti).

Volviendo al principio, con esa infancia, es fácil que, cuando llega la pubertad, adolescencia y edad adulta, se vaya reforzando esa forma de relacionarse con el mundo, porque NADA alrededor de ese niño cuestiona esa forma de ver el mundo. Sigue sin entender qué contar sobre sus emociones a su pareja, porque todo lo que le ha pasado durante el día han sido cosas irrelevantes… o eso es lo que le han hecho creer en su infancia.

Para terminar, este larguísimo texto sólo busca ayudar a quienes están criando niños, a quienes educan y forman adultos, para que el futuro sea diferente. Con adolescentes y adultos ya es más complicado porque, a su edad, no ven ninguna ventaja social en cambiar. Cambiar sólo sería una ventaja en sus relaciones… pero es algo que le han enseñado a ignorar. Y sólo será en momento complicados de su vida cuándo se dará cuenta de la importancia de esos vínculos… aunque a veces sólo se dan cuenta cuando los abandonan o cuando van a morirse. Esperemos que lo hagamos mejor con la generación alfa. Suena bien empezar de nuevo el alfabeto de las generaciones para intentar «resetear» una historia de miles de años en la que se les ha dado una educación tan diferente a los niños y al resto.

Como cierre, repito parte del texto que cité más arriba, de Olga Barroso:

«No quiere decir que los agresores sean personas que sufren un trastorno mental; no es así, como también se ha puesto de relieve en la investigación. Los agresores saben bien lo que hacen y saben que golpear e insultar está mal, que hace daño; otra cosa es que lo justifiquen empleando el machismo. Ahora bien, los agresores tienen una estructura emocional anómala que lleva a que, en una relación afectiva, sean incapaces de generar amor y poseen las creencias culturales asimiladas que defienden lo que hacen. Por tanto, si queremos prevenir el maltrato, tendremos que dejar, como sociedad, de transformar a niños sanos en hombres que se relacionan en la pareja con violencia.«

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